octubre 9, 2024
Noche del 31 de octubre 1985, Coupeville, condado de Island, Washington
La lluvia caía virulenta de un cielo devorador de estrellas, y el oleaje rugía, rugía furibundo en el mar y acababa dentelleando la orilla, espumando, salpicando las vidrieras de la vieja casa impertérrita en lo alto de la enrocada escarpadura.
En lo más cálido de la morada, tenuemente iluminada por titilantes flamas provenientes de la chimenea y de las velas que lloraban su cera en los candelabros, los descalzos pies de Gillian recorrieron el invernadero y se frenaron en los escalones del pasillo, previo a la sala de estar conectada con el comedor. En esta, la aguja del tocadiscos brincó, acallando a la música. Bien, a expensas del repentino silencio, nada semejaba ser anómalo, ¿cierto? Una solitaria chica ataviada con una camisola y la bruna cabellera trenzada, anudando secretos bajo el antiguo techo, soportando impasible la tormenta otoñal…
Dos cuentas centelleantes delataron al negro minino oculto en la semioscuridad, al cobijo de una de las estanterías del invernadero, antes incluso de que propalara un estridente bufido, mirando, observando, taladrando un punto fijo justo tras Gillian.
—¿Me ves? —preguntó ella, y, no, no fue a la gata apodada señora Tootsie, su singular compañía después de trasladarse a la enigmática hacienda; o, dadas las circunstancias, quizá la felina no se trataba de su única compañía… Algo con nombre o desprovisto de él la había arrastrado hacia la casa, atrayéndola como la llama a la polilla; sin embargo, ella era araña. Volvió la testa, escudriñando en la lobreguez y notó un descenso de la temperatura. Al contrario de lo esperado, desasió el cierre de la camisola y empujó la prenda, permitiendo que la tela zozobrara por su desnudez y se despeñara a sus pies, igual que un rey destronado—. ¿Me ves? —insistió Gillian, encarando una faz invisible. Sus pechos, pequeños y empitonados, cabrían en las palmas de unas masculinas manos tiznadas de pólvora… Tales senos, de areolas tintillas y culminados por aguzados pezones, temblequearon en el torso sembrado de «pecudas» constelaciones, y se extendieron bastas por el llano vientre y los muslos hasta arribar a los empeines.
Décadas e incontables decenios se sucedieron y arreciaron como el más crudo de los inviernos, aletargándolo hasta que Gillian se trajo la primavera. Él, apencando aún con la escarcha, veló a la señorita, aprendiéndose, de paso, sus formas, en los inicios provistas de ropa y, más tarde y para su pundonor, desarropadas. Intentó comunicarse, hacerse notar y, sobre todo, obtener un porqué, que persistía irresoluto; mas ello no cambiaba que sus etéreos pasos la siguieran y que sus vetustos huesos y restos descompuestos en la tierra la desearan. Era pobre y, en el caso de haber muerto con las manos llenas de monedas de oro, proseguiría siendo un pordiosero del calor de esa mujer, mendigo y no de alma, por muy maldita que esta estuviera, sino de manos: manos con las que tocarla, acariciarla; boca con la que besarla, cuerpo con el que tomarla hasta fenecer de nuevo, desliéndose en una blanquecina descarga, para, poco a poco, recobrar el hálito… Su femenino aroma a lavanda y a salvia, mezclado con lo acidulado de la excitación, lo hicieron resollar y plantarse si a eso se referían con la condena eterna.
Gillian, quien debería proteger su corazón con un círculo de sal negra, se amparó en el intrincado sigilo dibujado en su esternón a vuela pluma, que, más pronto que tarde, auguraba ahogado por la sudoración. Se mordisqueó el labio inferior, aquietando lo que le pasaba por la mente, y se volteó para darle la espalda a aquel que no poseía sombra y cuya voz, de ser audible, sabía que restallaría como la bala de un cañón en plena contienda. Caminó estoqueada por la contracción que le nacía en la matriz y le clamaba en el coño, liberando un cristalino chorro de flujo que la regó pliegues abajo. Sí, las cartas le hablaron de él, el péndulo lo señaló en un océano desecado y el poso del té especificó una particular fecha «31 de octubre de 1780».
La señora Tootsie rasgó el aire con un zarpazo, bufó y, rauda, echó a correr.
Ya no había agonía ni vientos ululando la independencia; él era y no era, y un patriótico tamborilero le repicaba en el corazón… Dicha y nuda mujer resplandecía, como la sangre coagulándose en los botones de la casaca de su mismo ejecutor, embebiéndose y refulgiendo con más intensidad que el rojo de la cola de langosta. Una excitación impropia de un exánime le restituyó la sensación de la verga que le batallaba en los calzones y el dolor con matices placenteros le congestionó los testículos. Él mudó las manos en puños, abyecto al miserable hecho de no poder tocarla.
Gillian contuvo la respiración y entre el nácar de sus dientes se coló una bocanada de vaho; el frío aumentó y una especie de electricidad estática, envidiosa de los relámpagos que se encontraban en el ventoso exterior, le erizó la piel y la instó a detenerse. Apoyó los hombros en la empapelada pared del salón, a tres yardas de la chimenea empachada de un fuego entristecido por la humedad. Gillian lo supo aproximándose, lo sintió más cerca, y juraría que oía las botas golpeando el suelo de madera. Las flores estampadas del papel se reunieron en una tiara que le laureó la cabeza, y parpadeó, devolviéndole, en realidad, la mirada al hombre impalpable y no al espejo sobre el hogar. Separó los muslos en una ofrenda exenta de altar y de fragantes barritas de incienso. El triángulo velloso en su monte de Venus marcaba un sinuoso sendero al anhelo que le goteaba de las dobleces y le enrojecía el clítoris, que imitaba una cereza presta para ser degustada.
Iba a enseñarle a la bruja brujería, valga la redundancia. En sus tiempos, la sola mención o tan siquiera alusión a las «malas artes» todavía lo habría conducido al otro extremo de una cuerda; no obstante, la muerte había trastocado el prisma. Innombrable, la contempló, percibiendo el trémulo calor que se desprendía del cuerpo de Gillian, el subir y bajar de los comestibles senos, el leve espasmo en el bajo vientre, que revelaba lo dispuesto de su sexo, y él osciló la zurda de manera que la trenza comenzó a deshacerse; agitó los translúcidos dedos, y prosiguió desenhebrándose.
Gillian, asalvajada, perdería la cabeza y seguro que, entonces, Washington Irving le recomendaría sustituirla por una calabaza. El ánima le revoloteó en la caja torácica con desmedido ímpetu, astillándole las costillas, y los pezones se le afilaron para cincelar el vidrio. Mientras la trenza se desbarataba, los hilos del telar de su destino se estrecharon y su coño dolió, necesitado de él, de su revenada dureza, de las arremetidas sin compasión, de sus primigenias nieves. Izó el semblante y los labios aguardaron por un beso.
Él logró vencer a la trenza y las oscuras hebras de la melena de Gillian quedaron redimidas del yugo; pasó los dedos para acariciar los mechones y tan solo consiguió que se movieran una migaja, escurriéndose en las yemas. Elevó la diestra, ahuecando la mejilla de la señorita o, para ser exactos, traspasándola. A su pesar, no era capaz de ir más allá de destrenzarle el pelo, aunque ello ya era un gran avance, propiciado por el alzamiento del velo que dividía los mundos. Se hallaban tan cerca y a la par, tan lejos… Estaba cansado, hastiado, frustrado y hambriento ante el festín que Gillian le suponía, consciente, además, de que ella sabría más dulce que la caña de azúcar al picarle las muelas. Cerró los párpados y maldijo sus despojos inhumados, hurtados de la bandera remendada a la lumbre del candil, y huérfanos de lápida en lo que ahora era la entrada vallada del jardín trasero.
—Mírame… —mandó ella, atesorando el beso, y no en los labios, sino en el lunar situado en el cénit del arco de Cupido, convirtiéndolo en promesa. Se lo daría. ¿Cuándo? ¿Cómo? Lo desconocía. Pestañeó, competente en lo relevante a transformar a la externa tormenta en un huracán, y desfiló la mano derecha a su esternón, reptó al encuentro de la redondez del pecho y acarició la circunferencia. La zurda le navegó por el vientre con rumbo al pubis, ensortijó el dedo anular en los caracoleados vellos y se sumergió en la hendidura.
Obedeció y, con más premura que en vida, la miró. Vaya, al fin y al cabo, un soldado no dejaba de serlo ni en el otro mundo o en el medio de ambos o dónde condenas estuviera. Él admiró la danza de las manos, una en el seno y la hermana cabriolando en el sexo, tarareando un descarado soniquete coreado por la sonrosada boca. Dada su gélida cercanía y la calidez del cuerpo de Gillian, el aliento de esta se hizo nubarrón… De estar vivo, a fe ciega que la dejaría hacer, permanecería contemplándola y, con una mano, la acunaría por la cadera, acariciándola con la callosidad de sus dedos, e inclinaría la testa en busca de un lugar entre sus cabellos para susurrarle al oído que, en cuanto ella obtuviera el clímax, se la llevaría al dormitorio. Allí, la tumbaría en el lecho y le haría el amor, sin prisa, recreándose, y, al terminar y con renovado espíritu, se la follaría con tal frenesí que la vocecilla de Gillian se agudizaría entonando cual pífano. «¡Qué el Diablo se me aparezca y acordemos un pacto!». Rabió para sí, uno de medianoche mediante carne, piel bronceada, prietos músculos y fuertes huesos que contuvieran su alma corrupta.
—Oh, ¿me ves? —gimoteó Gillian. De su coño manaba tanto deseo que le sobraría si pretendiese enfrascar un filtro amoroso. Jugueteó con lo perlado del clítoris, giró por encima de la enardecida vulva, tentando la entrada. Abrupta, impelió dentro el dedo medio. Jadeó, afianzándose en los talones, y se apretó el pecho; un «Oui» se le rebeló en la lengua, reafirmando el placer y a la añeja sangre créole que le surcaba las venas. Con los párpados cerrados o no, él resistía ahí, helado y candente, y ella unió un segundo dedo a la carga, masturbándose para él, cuando unas letras empezaron a trazarse en lo recóndito de su subconsciente, al tiempo que el orgasmo se le gestaba debajo del ombligo.
El graznido del cuervo a través del temporal, plegando las alas y picoteando la puerta principal de la vivienda, o la consiguiente caída de la escoba ubicada bocarriba en la cocina fueron emisarios silenciados por los gemidos de la mujer, estrangulados de sofocos que entelaban de bruma los cristales de las ventanas y el espejo que presidía la mortecina chimenea.
A un bocado del centro de la más roja y jugosa manzana, así creía él que Gillian estaba de alcanzar el orgasmo. Ansiaba sostenerla y se acercó más, usurpando rojez a los labios de esta a causa de su frío. Testigo de los espasmos ya en los femeninos muslos, y del flujo que le calaba los dedos, la muñeca y se derramaba en el suelo, luchó por mantener la cordura. Las llamas del infierno en el que parecía que no lo querían de eterno residente se extinguirían engullidas por la pasión que Gillian desató al correrse con copiosos y melosos caños de flujo.
—Alexander… —gimió ella, ordenando las vocales y consonantes, que saltaron a la comba con la respiración. Su organismo colapsó víctima de la petit mort y, en el umbral granjeado por el placer, abrió los ojos y lo vio frente a sí. Alto, con los nervudos brazos en tensión y las ajadas manos claveteadas en la pared cercadas por los puños arrugados de la camisa. La chaqueta azul, con elementos rojos, blancos y detalles abotonados y gualdos, se le entallaba en los hombros, y algunos de los castaños y lacios mechones de pelo fugados de la lazada de cuero le enmarcaban la faz brillante de sudor; filamentos salobres iban resbalándole desde sienes a cejas, custodias estas de un par de ojos verdosos con destellos ambarinos. Las aletas de la masculina y carismática nariz estaban dilatadas y los labios yertos; la pólvora le manchaba la incipiente barba y también el cuello y el estoico torso. Sobre el pectoral opuesto al del músculo difunto, un profundo agujero horadaba la carne, y la luz que emitían las pocas velas que restaban en el comedor se infiltraba a su través. De no ser por los pantalones, la encañonaría sañudo con la dureza punzante de la verga que cabalgaba los henchidos testículos en un forro de piel suave y ardiente. Él, Alexander, olía a hombre, a cuero, a whisky, mas no a bourbon; a sangre, a fuego, a tabaco en pipa, a sexo bronco…
La aguja del tocadiscos, jactanciosa, se posó y reprodujo la única canción que jamás fue grabada en el vinilo: Yankee Doodle
Y allá, en el espejo emborronado por la condensación, se vislumbraron las palabras que compusieron respuesta a la primera pregunta que Gillian había formulado:
«Te veo…».
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